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domingo, 11 de julio de 2010

“UN DÍA DE PLAYA”


Eran las dos de la tarde, habíamos terminado de comer: los gemelos se encontraban inquietos y muy alterados por el bochorno que hacía debajo del cañaveral del chiringuito. Corrían de un lado a otro, arrastrando las sillas, subiendo y bajando de ellas. En tal atropello Javier, el más travieso, se cayó al suelo, dándose un fuerte golpe en la cabeza. Estaban embadurnados de arena fina y muy colorados.
Yo observaba a Sebastián: el cigarrillo entraba y salía de su boca cómo si fuese el último de su vida. De pronto: dio un salto y arrastró la silla hacia atrás con violencia.
— Ahora mismo nos vamos— dijo furioso levantando la voz.
—Tengo que duchar a los niños antes de ponernos en camino—murmuré tímidamente.
—No hay ni una sola ducha por estos parajes. ¿Es que no lo ves?—me increpó, metiendo las sillas, la nevera y la bolsa de las toallas en el maletero del coche.
Le supliqué, le rogué, que esperásemos en la playa al lado del agua hasta que hiciese menos calor, pero fue inútil, ya había tomado una dicción y no había vuelta atrás. Miré a mi alrededor, no había nada en aquél despoblado lugar, no se veía a nadie por ninguna parte, sólo se podía escuchar el fastidioso cantar de los grillos sin interrupción, y el aplastante e implacable sol cayendo sobre nuestros cuerpos semidesnudos. Los niños sentados en la acera lloraban desconsolados, se habían achicharrado, no querían entrar en el coche por más que yo lo intentaba. El coche, a esa hora de la tarde quemaba como la lava de un volcán. Los niños sentados en el asiento trasero se encontraban sudorosos, aletargados… cómo “cochinillos en el horno”.
Daniel, de pronto empezó a llorar, un pestilente olor nos envolvió a todos. No podía ser cierto que lo hubiese hecho otra vez. Paramos el coche a la orillas de un pequeño riachuelo y lo limpié como pude. Y continuamos la marcha hasta nuestro destino.
—Mamá, mamá, tengo mucha sed, —repetía Javier una y otra vez sin dejar de llorar.
El agua que teníamos en coche era poca y estaba muy caliente, cogí la botella del suelo me giré y alargué la mano, el chiquillo al cogerla dio un grito de dolor.
Yo me sentía furiosa con él, estaba a punto de llorar por el mal rato que estaban pasando los chiquillos, él no hacia el más mínimo esfuerzo para remediarlo.
Habíamos recorrido unos kilómetros que se hicieron interminables, cuando nos encontrábamos entre las paradisíacas playas de los Caños de Meca y Vejer de la Frontera y sin saber el porqué se formó un descomunal atasco, coches de todos los colores y tamaño, pegados unos a otros cómo las lapas a las rocas. Era imposible avanzar ni un solo metro por la estrecha carretera.
Los conductores impacientes y malhumorados hacían sonar los claxon con insistencia, produciendo un ruido ensordecedor: unos se bajaban del coche sin camisa empapados por el sudor, otros con las manos en alto maldecían sin cesar clamando al cielo intentando ver que había pasado delante de la interminable hilera de coches. La mayoría de los vehículos cargados con utensilios de playa, personas mayores y niños que asomaban sus cabezas por las ventanillas. No sabíamos cómo salir de aquel infierno. Por fin, llegó la policía haciendo sonar las sirenas con insistencia, los agentes se situaron a uno y otro lado de la carretea y así lograron poner orden en semejante caos. Después de pasar infinidad de adversidades de todo tipo conseguimos llegar a nuestro pueblo, Motril, deshecho y agotado tras el fatídico viaje el que nunca podré olvidar.

2 comentarios:

  1. MARUJA,que bueno el relato de los gemelos y el marido tozudo.Mucho Motril al que yo tambien adoro.Un abrazo ANTOÑITA.

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  2. Maruja, cada vez que leo uno de tus relatos, te admiro más, por el talento que demustras.
    Cualquier tema lo haces grande,te expresas con mucha naturalidad, enriqueciendo su contenido.
    Un beso Nieves.

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